

Entre arañas y moho: cómo hacer quesos en una cueva de Cabeza del Buey
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Un padre y un hijo gestionan un antiguo polvorín de la Guerra Civil, dándole una nueva vida como lugar de afinación de quesosSi en Francia el mundo del queso fuera como el fútbol, los afinadores serían el Messi de la disciplina. O el Cristiano Ronaldo, para no ... herir sensibilidades. Esta analogía no es baladí: el país galo es, todavía, la referencia mundial en cuestión de quesos, por mucho que España le pise los talones –para algunos entendidos, incluso ya hace tiempo que lo superó–. Si allí es tan importante el arte del afinado, ¿por qué aquí esa figura no ha trascendido tanto?
Cabeza del Buey es, junto con Castuera, el representante de la comarca de la Serena. Su producción de aceite de oliva es reseñable, si bien su mayor tesoro está en la ganadería. No en la bovina, pese a su nombre; es la ovina, la raza merina, de incomparable valor, la que tiene en su leche y en su lana cientos de años de trabajo de los caputbovenses, la reina de la zona. Como no puede ser de otra manera, los quesos cobran aquí un especial protagonismo.
Pues es en esta zona, en una cueva, donde un joven maestro afinador está abriendo camino a la disciplina del afinado en España. Una cueva excavada entre el año 36 y el 37 que sirvió como polvorín para el Ejército Popular de la República durante la Guerra Civil. Aunque su familia restauró la zona y limpió la galería –de unos 200 metros de longitud– todavía se aprecian las lascas que soltaban las paredes y las señales que dejaban los picos en la pizarra.
En la cueva, la que ahora es «la de los quesos», hay una humedad del 90%, y su temperatura oscila entre los 14 y los 16 grados. En pleno verano, en la Serena, no es un mal sitio para trabajar. El olor del moho es intenso; aún lo es más el de los 1.800 quesos, de 26 tipos, que allí se preparan. Hay muchas telarañas, pero no es en absoluto algo negativo. Su presencia indica que no hay ácaros, el enemigo. Su nombre: Quesos Reborto.
Antonio Luis Delgado Miranda es el maestro afinador, además de ser maestro quesero y un experimentado cocinero, pese a su edad, tras una etapa en algunos de los mejores restaurantes Michelín de Madrid. La pandemia fue la que le hizo reflexionar sobre su futuro, aunque ya antes su padre –también Antonio Luis Delgado, pero Fernández– probó suerte para aprovechar la cueva. Empezó con la fungicultura, las setas. No resultó. Luego vinieron los gusanos para cebos de pesca, de los que se pueden aprovechar sus residuos para el compost. Tampoco. Por último, un veterinario fue el que les dijo que podían hacer quesos en cueva. Dicho y hecho.
Ahora, Delgado padre es el gerente de Quesos Reborto –así los conocen en Cabeza del Buey, de «revoltosos»– y Delgado hijo la cabeza visible del proyecto.
Cabe recordar que la maduración de quesos en cueva no es nada común en España. En el norte del país sí hay más disciplinas de este tipo: algunas buscan la humedad y el frío de forma natural, pero en espacios fabricados; en otras hay que bajar en cuerda para poder acceder a los quesos. Eso sí, ninguna tiene una galería de 200 metros para trabajar libremente. Y eso es lo que les hace especiales.
«No hacemos los quesos directamente, los compramos a los queseros de la comarca», señala Delgado hijo, el afinador. Aunque podría hacerlo perfectamente –y es un gran maestro–, se dedica exclusivamente al ya mencionado afinado, una disciplina desconocida para el gran público en España –si bien hay buenos maestros por todo el país–.
«Es tradicional que aquí los ganaderos y queseros hagan su queso y lo vendan ellos mismos para sacarle el beneficio. Sin embargo, les viene bien que lo compremos: se ahorran el trabajo del afinado artesanal y lo venden a un mayor peso: un queso fresco contiene todavía su suero y, por lo tanto, pesa más que uno madurado. Es en ese proceso en el que van perdiendo en tamaño… pero van ganando en sabor», explica.
En la cueva, largas tablas de madera de pino gallego, amarradas a barras de acero inoxidable 316, contienen quesos de todo tipo: de cabra, de oveja, alguno de vaca. Algunos hechos con cuajo de origen vegetal, como el cardo; otros de origen animal, como el extraído del estómago de rumiantes antes de que empiecen a comer hierbas del campo. Todos están catalogados por su fecha de fabricación, por su entrada a la cueva, por su tipo.
Es hipnótico, en cierto modo, ver algunas baldas de madera repletas del mismo queso… pese a que, a simple vista, no lo parezcan. De grandes y blanquecinos van pasando a amarillentos; luego, mohosos y aceitosos; por último, cepillados, más oscuros, más pequeños. Más buenos.
El madurado es el tiempo que pasa «descansando», de ahí el moho. Pero el afinado es la labor del maestro, el que hace que sepa de una o de otra forma.
Cada cierto tiempo, cepilla las piezas de moho –puede variar entre meses, ya que él busca y prueba en distintas etapas de maduración para obtener según qué sabores–. También las limpia con aceite, aunque el proceso del afinado va más allá.
El queso se come desde el centro a la corteza. Y el que los Delgado sacan de ejemplo a turistas de media Europa que van a visitarlos –y también a periodistas– tiene distintos sabores. Uno de ellos es el curry. «Ahí está la esencia del afinado. El curry jamás ha llegado al queso: poniéndolo en la corteza, el proceso de ósmosis ha adquirido esos matices». Lo mismo con el pimentón, con la trufa. Con los quesos azules, a los que se les inocula el oxígeno.
Este maestro afinador los huele, los prueba, los toca, los voltea. Les da golpes para saber si están bien o no. Los mima y los cuida todos los días. Y los deja descansar en una cueva. Así es su arte.
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